El blog de Ana Ávila

Instintos

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Hace dieciocho años abrí por primera vez aquella puerta maciza. Elegí cuidadosamente cada detalle: el color -blanco-, el pomo -plateado- y aquellas letras a juego en las que lo leí por primera vez: “Dra. Fran Cervantes, psicóloga”.

Mi único paciente era un hombre muy capaz, competitivo, elegante, bohemio, impecablemente educado y un auténtico cabrón.

Era la primera sesión de Noel Castillo y enseguida quedó al descubierto. A los treinta segundos ya actuaba como todos los demás. No se molestó ni quiera en disimular. Sus ojos se perdían en mis piernas y su mirada trataba, sin conseguirlo, de sostener la mía. A pesar de su galantería, cometió el error de subestimarme. No era el único que conocía las consecuencias que pueden derivarse de la propiedad de un cuerpo insultantemente sexy.

Un café más tarde llegó ella. Tenía la piel tan pálida…y su pelo brillaba como el trigo. Lourdes tenía ese tipo de belleza angelical que, de manera subconsciente, detesto. La actitud de Noel literalmente se transformó.

Nena, espetó, masticando esas dos sílabas de la manera más espesa que he alcanzado a escuchar jamás. No necesité seguir horrorizándome para obtener mi diagnóstico. Noel y Lourdes, Lourdes y Noel…no estaban hechos el uno para el otro.

Cuando me enrollé con él apenas llevábamos tres sesiones. Noel era alto y masculino. Era esa clase de hombre que con solo mirarte ya sería capaz de adivinar tu peor flaqueza, pero que lo hace bien, sin resultar agresivo, sin intimidar. Consigue enamorar sin apenas decir nada, simplemente esperando a que caigas en la trampa de una seducción que jamás lo parece.

Deformación profesional, nunca me ha costado entender a la gente. Noel no fue una excepción pero, a pesar de todo, me enamoré perdidamente.

En apariencia, no había en él nada imperfecto: era guapo, deportista; no fumaba, por supuesto. Hay que reconocer que era inteligente, incluso hacía que entendía de vinos, de música y de libros. Nunca he conocido a alguien a quien le gustara menos seguir las normas pero que se esforzara tanto por cumplir, uno por uno, los puntos del manual del perfecto seductor.

Conocía los mejores sitios de ocio y siempre le gustaba llevarme a lugares sorprendentes. Me recibía, como no, con flores y normalmente conseguía hacer de cada cita, un momento inolvidable. Pero nunca se quitó la máscara. Ni si quiera en la consulta.

 

A la vigésimo quinta sesión, pasé a ser su nueva Lourdes. Seguía fingiendo admiración por mí pero su instinto ya buscaba una nueva víctima. No podía evitarlo.

Dieciocho años después, cada vez que abro esa puerta blanca, maciza, con su pomo plateado y aquellas letras a juego, me avergüenzo esperando encontrarle al otro lado.

 

 

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