El blog de Ana Ávila

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Tocó la puerta y sin esperar un segundo, la abrió y clavó su mirada en Jacobo.

–       ¿Tiene un momento? – preguntó con un gesto tan áspero que apenas movió un solo músculo de su cara.

–       Está claro que no le desagrada su trabajo –pensó Jacobo mientras se dirigía estupefacto al despacho contiguo.

Tras escuchar las preguntas de rigor sobre su mujer, sus ponis y su anciana madre, Jacobo empezó a palidecer. Su intuición le decía que algo no marchaba adecuadamente. De pronto, el sonido de la voz de su jefe de proyecto dejó de llegarle de manera clara.

–       Jacobo, sé que es usted un arquitecto de renombre pero quería hacerle unas preguntas sobre su última obra.

–       ¿Se refiere al edificio de humo que levantamos en Nueva York?

–       Efectivamente –Leopoldo guardó silencio.

–       ¿Será mi turno ahora? ¿No debería plantearme “esas preguntas”? – el cerebro de Jacobo no podía dejar de pensar – Así es como funcionan los diálogos, digo yo, uno habla, otro responde…es un mecanismo muy sencillo.

Dígame, señor Leopoldo – se atrevió a decir al fin – ¿Qué dudas tiene sobre el rascacielos?

–       ¡¿A eso le llama usted rascacielos?! Creo recordar que le dijimos que diseñara el edificio más vanguardista que jamás se hubiera ideado.

–       Eso es exactamente lo que hice.

–       No creo que el humo se considere precisamente un material de construcción apropiado. Podía haber utilizado usted infinidad de productos: ladrillo, piedra, acero, cristal…pero ¿humo?

–       Creo que no ha entendido usted absolutamente nada.

–       Me temo que el que no lo ha entendido es usted. No me queda más remedio que despedirle.

Acaba de pronunciar las palabras malditas. Inevitablemente, Jacobo empezó a sentir tanto calor que parecía estar atrapado en un incendio. Le faltaba el aire y sintió el terrible deseo de salir corriendo. ¿Cómo era posible que aquel hombre no fuera capaz de apreciar su obra?

–       No creo haber firmado ninguna cláusula en la que se me obligara a utilizar unos materiales determinados. Ustedes dijeron que querían vanguardia y eso es lo que les he construido.

–       ¿Está usted insinuando que no puedo despedirle?

–       No lo estoy insinuando, lo estoy diciendo claramente. Se aprovechan ustedes de la crisis para justificarlo todo. Ahora usted me despide, me da mis miserables veinte días de indemnización y se va tan tranquilo a tomarse un Gintonic con pepino al afterwork de la esquina, mientras habla con sus colegas emprendedores de lo “raritos que son estos artistas hipsters de ahora”. Haga usted lo que quiera pero tenga muy presente que mi edificio ha cumplido su propósito.

Mientras se levantaba de la fría silla de cuero dispuesto a abandonar para siempre aquel despacho, miró de reojo el periódico del día. En primera plana, una fotografía a todo color de su edificio de humo. Jacobo, que siempre había sido un hombre optimista, empezó a desvanecerse. Justo antes de salir, Leopoldo tuvo tiempo de escupir algunas palabras más.

–       No se asuste, hombre.

–       ¡No estoy asustado!

–       Sí, lo estás.

–       Muy bien, estoy asustado, ¿qué otra cosa puedo hacer?

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